(gracias al pinche wey David por su valiosa revisión. ¡A huevo!)
La lluvia temprano por la mañana se filtra en los sueños que a esas horas se ruedan en mi cráneo. Es como si todo estuviera protegido por un tejado de paja pero, al levantar la cabeza, veo sobre mí un desmesurado cielo azul tenue, primaveral, embebido de esa luz que sólo hay al comienzo de la tarde, estriado de nubes blancas vacías de lluvia. Hasta donde alcanza la vista, todo alrededor, un campo de trigo, y apenas más allá, quizás, un caserío. El aire está impregnada por una extraña tibieza casi agresiva y, sin embargo, el ruido persiste, húmedo. Estúpidamente pienso que debe de haber alguna tubería rota que gotea no sé dónde, pero tal y como falta un tejado, así no hay paredes, es objetivamente ridículo imaginar cañerías hundidas en ese mar azul, ocultas en profundidad como arterías y no al ras del agua como venas. Estas reflexiones, se lo digo a quien me escuche mientras duermo, por si lo estuviese haciendo, no sé dónde están, son como notas al pie de la página, subtítulos al sueño que leo sin necesitar leerlos, allí siguen sin por eso interrumpir su incierto devanarse, ahora atenazado por calambres guionísticos: en todo caso, irrazonablemente salidas de la nada para explicarme alguna que otra cosa, podrían desaparecer, supongo, de golpe. De repente recuerdo haber aparcado la bici en un canal al margen del campo y sin preguntarme por qué me había alejado, cuestión ligeramente prescindible, decido ir a por ella. Oigo como un ruido de lluvia que no promete nada bueno, tal vez truene, tal vez tenga que apurarme a recuperar la bici y volver para casa de carrera. Pero luego toco el manubrio y casi quema, y recuerdo que el sol está completo y que también, probablemente, algo falta en los archivos de mi memoria. Quizá si lo siguiera, el ruido quiero decir, encontraría alguna respuesta interesante: pero, ¿cómo voy a poder seguir algo que, como el aire, está en todas partes? A falta de otra cosa, vuelvo a llevar la bici, una antigualla que ni siquiera sabía que poseía, en la senda. Empiezo a pedalear y percibo con todo el cuerpo que cuando la primavera empieza a seguir su curso no hay nada mejor en el mundo, que podría seguir durante horas: pero el camino es significativamente más corto, y se agotaría mucho antes. Me dirijo, cada vez más rápido, según decisión intempestiva tomada no más tarde que hace treinta segundos, hacia el caserío. Quizá, me digo, allá se anide el ruido, sirva de confirmación el hecho de que, a cada metro que devoro, se hace más insistiente. Lo que a estas alturas espero es abrir la puerta y encontrar, en el propio perímetro del caserío, una tormenta hecha y derecha e incluso algún desaventurado cobijándose con un paraguas. Bajo de la bici: pero abro los ojos, más acá del sueño, ya recuerdo que estaba soñando, y acabo de despertar. Digo en voz alta, resuelto a tomarme el pelo a mi mismo, la frase que, en este momento, solían decir en docenas de pelis un tanto enmohecidas. Es evidente que fuera está lloviendo. Tengo que hacer pis, acaso sea la apremiante sugerencia de la lluvia. Voy al baño y, tratando de aprovechar ese barniz de irrealidad que reviste los primerísimos minutos tras el despertar, compongo un par de escenitas para engancharlas a mi sueño, que ha quedado inacabado, pero, por supuesto, el intento no funciona. El pis, en cambio va muy bien, y termina incluso más pronto que la senda de campo que acabo de recorrer durmiendo. En la terraza, mientras tanto, la lluvia batiente ha anulado la colada que había puesto a secar ayer por la tarde. Estoy de mala leche, el cielo, lívido, me recuerda que ya casi estamos en las antípodas de la primavera. No me queda otro antídoto que volver a dormir. Al menos hoy, eso sí, es domingo.